Tras casi 16 horas de vuelo, con escala obligatoria -en nuestro caso, Dubai- aterrizábamos en el aeropuerto de Denpasar, capital de Bali. Esta isla, la más visitada de las 17 mil que conforman el cuarto país más poblado del mundo -tras China, India y Estados Unidos-, era nuestra primera parada del viaje.
A la salida del aeropuerto de Ngurah Rai, que recibe su nombre del héroe militar balinés para recordar la independencia de Holanda, nos esperaba Mishnu –así sonaba su nombre- un conductor local que contactó Viajes Latitud 40 desde España para evitar las frecuentes e interminables esperas del traslado. Con 30 grados -tan deseados como poco esperados, por aquello de viajar en noviembre época de lluvias- comenzamos nuestro recorrido por Bali, la isla más codiciada del mayor archipiélago del mundo.
La mayoría de los turistas –más de dos millones al año, desde que comenzara el boom fomentado en los ochenta bajo la dictadura de Suharto- viajan a Bali en busca de sus playas del Sur o de la vida nocturna de Kuta, Legian o Seminyak. Nada que ver con nuestro objetivo. Dejábamos atrás, lo que se intuía por el tráfico, una ciudad caótica y turística para adentrarnos en el corazón más puro de la isla.
Pusimos rumbo al interior. Teníamos una hora de trayecto hasta Ubud. Perfecto para poder charlar con el conductor local y observar por la ventanilla el devenir del paisaje mientras atravesábamos espectaculares parajes naturales, pueblos y aldeas. Me impactó el gran número de templos. Había cientos. Quizás, miles. En tiempos antes de Cristo, navegantes indios trajeron consigo la base de la religión que hoy predomina. Es el último enclave hinduista dentro de un país con cinco religiones oficiales donde el 80% de la población es musulmana. Así, a lo largo del camino, desde la estrecha carretera de asfalto agrietado y continuos baches, podíamos observar cómo se sucedían multitud de estatuas de deidades que nos hacía comprender porqué se bautizó con el sobrenombre de la Isla de los Dioses. Mishnu nos cuenta que “hay más de 200.000 templos, aunque los más visitados son los de Besakih, Tanah Lot y Goa Lawa”.
Llegamos a Ubud, ubicado en el centro geográfico de la isla. Fue suficiente dar un pequeño paseo por sus pintorescas calles para observar que la ciudad que fascinó a artistas occidentales a comienzos del siglo XX, hoy aglutina la esencia de la cultura balinesa. Danzas, decoración, arte, espectáculos musicales… Allí, en un escenario improvisado con una tela blanca a la intemperie, pudimos disfrutar de una de las manifestaciones artísticas más antiguas de la isla: el wayang kulit o teatro de títeres con sombras. Marionetas sobre caña de bambú cobran vida para interpretar la historia y mitología de la isla.
Comenzaba a anochecer. Después de casi 24 horas sin dormir, por fin íbamos a descansar. Más, por el volumen de información que tenía por minuto, me dormía con la intuición de que iba a ser un viaje tan enriquecedor como apasionante.
A las 5am sonaba el despertador. Confieso que llevaba despierta un buen rato. No solo por el cantar de los gallos y del gecko de mi ventana –famoso reptil de la isla que debe su nombre al sonido que emite-. Por cierto, constantemente. Sino también porque no hay mejor alarma que el jet lag, 7 horas de diferencia con España, y las ganas del primer día por descubrir un lugar -para mí- completamente nuevo.
Comenzábamos la jornada. Nos dirigimos hacia las famosas terrazas de Tegalalang, cerca de las cuales estaba nuestro destino: Ubud Horses Stables. Cuando llegamos, en la calle principal estaban montando el colorido mercado de Ubud con puestos locales en los que se puede conseguir los típicos artículos artesanales: Maderas talladas, marionetas del wayang kulit, diseños en tela Batik, Sarong o pareos para entrar en los templos, el tradicional kriss o puñal malayo, joyas… -atención con estas últimas que, aunque suelen ser de buena calidad, también las falsificaciones son abundantes en los mercados.
Desde esa misma localización, los turistas compran una entrada para poder asomarse a los miradores que ofrecen fantásticas vistas a los majestuosos arrozales. No obstante, podríamos decir que se asemeja a un “decorado” preparado para los visitantes. El viajero que verdaderamente quiere adentrarse en el backstage debe aventurarse por las calles aledañas.
Ahí existe un mundo paralelo. La certeza de su día a día. La realidad de las tasas de pobreza y desigualdad que reflejan los informes del Banco Mundial. Nos adentramos en busca de los establos guiándonos, más por la orientación intuitiva que por el gps, en el que ni siquiera figuraba la ruta.
Por esos pequeños caminos de tierra no había turistas. Ni rastro de nada pensado para ellos. Lugareños en su estado puro. Ropa tendida en la puerta de las casas. Construcciones inacabadas. Otras, medio hundidas. Los perros balineses son los amos de ese caos. Hay cercados con patos, gallinas, cerdos -muchos de ellos sueltos- también vacas, aunque no son sagradas como en India. Pero lo que más abunda son los gallos. Pregunté al Mishnu -que finalmente nos acompañaría todo el viaje-: “Es el deporte nacional”. Contestó. Entonces caí. Las peleas, el negocio de las peleas ilegales, por cierto-. Por eso había gallos en cada casa.
Ruta a caballo
Después un baño de realismo por el trayecto, llegamos a Ubud Horses Stables donde el recibimiento ya valió la pena el madrugón –además, con la suerte de que el cielo que amenazaba tormenta se estaba despejando-. Samalat pagui! –buenos días-. Nos esperaban con un estupendo desayuno de zumos de frutas y café balinés. No era el conocido Kopi Luwak -aunque, para ser sincera, este último no lo probaría, a pesar de su supuesta exquisitez según los cafeteros, teniendo en cuenta su origen, heces de civeta.
Comenzamos el recorrido hacia los arrozales. Nos esperaba un camino de dos horas –a galope algo menos-. No estaba dentro del plan de ruta, pero lo bueno de no ir en temporada alta es que estás sola con el guía local, como era mi caso. Y nos adentramos en una de las pocas zonas que sobreviven de bosque monzónico.
Por un momento pude imaginar lo que sería aquella isla siglos atrás, antes de que la mano del hombre dejara su huella. Palmeras trepadoras o ratán, plantas medicinales, diferentes tipos de bambú, árboles madereros como el ébano, el sándalo o el árbol de teca… Se siente el frescor. La humedad del bosque. Se escucha el sonido de aves difíciles de identificar como el timalí perlado, el estornino de Bali o el mosquitero de Sonda. Lo que sí puede apreciarse son algunas variedades de cérvidos, monos, ardillas o lagartos. Sobre todo, los macacos se encargan de no pasar desapercibidos y llamar la atención.
Paré y respiré para disfrutar ese momento, porque soy consciente de que quizás en unos años y teniendo en cuenta las agresiones que está sufriendo aquella zona con la tala masiva por parte de compañías madereras, es posible que la deforestación haga desaparecer cualquier rastro de las pequeñas extensiones de selva monzónica actuales, que asimismo han sido reducidas en beneficio de las terrazas de arroz.
Salimos del bosque y nos encontramos con un templo hindú. No lo esperaba. Era el templo del Lord Shiva (en la fotografía de inicio). Los balineses creen en un único Dios, Sanghyang Widi Wasa que lo conciben de tres maneras diferentes: Shiva -quien destruye el universo, Brahmá –el creador- y Vishnú -quien preserva la creación-. Soplaba el viento. Invadía un halo de misticismo. Visitar estos lugares sagrados con cientos de personas no es lo mismo que encontrarte sola, frente a frente con los símbolos de deidades. El guía me preguntó si quería bajar del caballo, pero no llevaba la ropa adecuada y estos lugares sagrados están impregnados de respeto, así que preferí continuar el camino.
Nos acercábamos a las terrazas de arroz. Al fondo se veía una gran montaña. Era el volcán de Agung, cuya subida es el trekking más popular de los aficionados a dicho deporte en la isla, aunque desde que entrara en erupción hace unos meses tardará en volver a recuperar ser transitable.
Nos habíamos detenido demasiado en el camino, así que galopamos hasta acercarnos a las terrazas de arroz. Cuando llegamos, frenamos al paso. Por fin estábamos allí. Bajé del caballo para poder ver el padi, la planta del arroz y el beras que es el nombre que recibe el grano. Estaban en plena cosecha, recolectando a mano con la hoz, allí no hay cosechadoras. Trillaban el arroz contra una tabla de madera y los granos liberados caían sobre una estera extendida debajo para secarlos al sol antes de la molienda. En aquel momento sentí retroceder en el tiempo.
Pude hablar con los agricultores en uno de sus breves turnos de descanso. Mirando aquellas impresionantes terrazas les preguntaba: “¿Cómo pueden contener el agua y distribuir el sistema de riego?” El guía nos hacía de traductor entre inglés y balinés. Me explicaron: “La clave está en el subak. Es un sistema de riego creado por nuestros antepasados para las terrazas”. Un modo de gestión, nacido en el siglo IX, de los recursos hídricos mediante acequias y represas.
Me hubiera gustado seguir hablando, pero tenían mucho trabajo por delante, además el caballo que lo llevaba a la mano, estaba inquieto. Me alertaron de que los equinos conocen los arrozales y no sería la primera vez que salen serpientes a su encuentro. En Indonesia hay más de 400 tipos, algunas altamente venenosas como la Ular Raja, la Cobra rey o la serpiente coral.
Por ello, decidí montarme de nuevo y emprender al paso el camino de regreso a las cuadras. La experiencia había sido más que increíble.
En cuanto a otros lugares para recorrer en la zona, la cueva de Goa Gajah tiene una entrada que asusta por su aspecto con un demonio tallado en la entrada que es a través de su boca. También Gunung Kawi, el resto arqueológico más importante de Bali. Al norte, no podéis dejar de visitar la cascada de Sekumpul. Es espectacular.
Eso sí, hay que llegar al salir el sol para disfrutar de la soledad en este milagro de la naturaleza.
En resumen de este diario de viaje, diría que hay viajes que pueden cambiarte la vida o, al menos, la manera de verla en el momento que más lo necesitas. Este ha sido el caso de mi recorrido por Indonesia. Una experiencia inolvidable por este singular rincón del mundo donde además de conocer parte de su historia, naturaleza, múltiples religiones, leyendas y misterios, pude enriquecerme con su filosofía de vida predominante en estos reductos de hinduismo balinés y budismo, basada en el equilibrio y la paz del alma. Un regalo para aquellos que quieran engrandecer o mejorar, de alguna manera, su interior. Un viaje único, de los que dejan huella.
Texto: Marta González Tarruella – Fotos: Kika Thous