El único objetivo del acoso es parar al becerro en el sitio que señala el ganadero para tentarle. El garrochista puede estar más o menos afortunado a la hora de la echada, acertando a darle una voltereta pero su misión, ante todo, es parar la res como sea en el sitio indicado por el ganadero para su prueba ante el tentador.
Siempre me pareció impresionante el ruido de una collera de garrochistas tras un eral en el silencio del campo. Al principio de la carrera la velocidad es extrema, y se necesitan dos buenos caballos, ligeros de pies, para poder acosar la res. Mientras más derecha sea la carrera, más segura será la echada. Eso es señal de que el becerro va bien fijo hacia su querencia. Cuando no va fijo, va dando tumbos hacia un lado u otro, y a la hora de la echada repetirá el mismo comportamiento que ha mantenido durante toda la carrera.
En la vaquera moderna se trata de domar en un cuadrilongo para después enfrentar al caballo directamente a ejecutar una faena de campo
En cierto momento del acoso, el becerro abre el tranco. Esto quiere decir que deja de correr y empieza a galopar, levantando un tanto su cara. Ese es el momento que tiene que conocer tan bien el garrochista, para saber que el becerro está hecho y que hay que dejarlo salir a que fije su querencia. Es el momento de prepararse, de sentarse en la silla, emparejarse con su amparador, echar el palo sobre su brazo izquierdo para, una vez medido su largo, montarlo bajo su brazo derecho, y midiendo la distancia, esperar a que el amparador se asome por el lado izquierdo, a fin de que el becerro empiece a girar hacia la derecha. Es el momento de la suerte, porque al igual que existe esta suerte, que podríamos describir como la reunión entre dos jinetes y un becerro que, al ser cogido con la puya por la penca del rabo, se atraviesa ante los pechos del caballo, desequilibrándolo -¡no es cuestión de fuerza!- y dando una aparatosa voltereta.
Una collera de garrochistas
Para que la suerte salga bien es imprescindible que tanto el amparador como el que suelta vayan en su sitio. El sitio, ese instante que nadie es capaz de describir, pero sí de ejecutar. El sitio que existe para andar ante la cara de un toro, para provocar su arrancado, para ejecutar la reunión, bien para tumbarlo después de acosarlo, o para ponerle un hierro en todo lo alto. El sitio solo se coge poniéndose una y otra vez, hasta que se consigue sin saber cómo, ni por qué, esto es tanto a caballo como pie a tierra.
El garrochista tiene que ser un gran conocedor de los terrenos del toro; ha de tener ideas muy claras sobre la querencia; ha de saber perfectamente dónde se le arranca el toro y dónde no, hasta cómo dejarlo salir, retirándose de él, para que fije su querencia aún más.
La práctica diaria de esta faena, así como de muchas otras que se practican en una ganadería brava, hacen que el caballo se habitúe a ellas y que, al mismo tiempo que su jinete, vaya conociendo los terrenos del toro.
Preparación
Entre las faenas más completas que se pueden hacer en una ganadería, está la de desahijar o destetar. Es la faena que más doma a un caballo. Por sus arreones, por sus medias vueltas sobre las piernas, por templar, parar y girar cambiando de sentido. Con esta faena, los caballos se ponen más firmes en la mano; aprenden a reunirse y a estirarse porque, al fin y al cabo, el caballo se doma como se toca un acordeón.
La diferencia entre la Doma Vaquera antigua y la moderna es abismal. Entre otras cosas, porque la libertad del campo abierto la hemos metido en un rectángulo. Pero la causa principal de este abismo no es más que antes los caballos se domaban poco a poco haciendo estas faenas. Ahora tratamos de domarle en un cuadrilongo, para después enfrentarle directamente a ejecutar una faena de campo. Y no es que sea malo, sino todo lo contrario, pero es que la mayoría de las veces se queda el caballo en el picadero y no llega a conocer el campo.
El becerro viene de largo, el garrochista atento al quite
El acoso y demás faenas, como destetar, encerrar, enlazar, herrar a campo abierto y muchas más, han servido para que el caballo, una vez perdido su protagonismo en la agricultura, siga siendo útil al hombre. Es una manera, un pretexto, para seguir unidos hombre y caballo a lo largo de la historia.
La jornada
Cuando al final de la jornada, ya todo estaba hecho, era la hora, antes de que se pusiera el sol, de echar una “letrita”, como se dice en la jerga garrochista. Era como el remate de una jornada cumplida, donde se daba rienda suelta a los problemas cotidianos, donde se dejaba estirar al caballo en una carrera desenfrenada, pero controlada al mismo tiempo, tras una vaca, sobre una alfombra de primavera. Es entonces cuando se produce el contacto directo del hombre con el campo, con su caballo, con el toro. Es otro mundo, difícil de describir, que solo puede ser vivido pero no narrado.
Al final de cualquier jornada, y en cualquier sitio, el jinete camina hacia su casa, hacia su hogar, con su garrocha al hombro. Ya se puso el sol, pero aún no es noche cerrada. Es la hora del lubricán, en que se puede confundir el lobo con el perro. Es la hora más bonita para tranquear por el campo. Todo está en calma y sosiego. Es la hora en que el jinete sobre su caballo se interioriza, se mete hacia dentro, se centra en sus ideas. Es cuando aparece el Centauro.
El garrochista debe conocer muy bien los terrenos del toro
¿Soledad? Nunca. El hombre del campo nunca está solo. Oye ruidos que le llaman. Si es en la campiña y por el estío, está oyendo el canto cansino de las chicharras, el revuelo de un perdigón, puede ver una liebre que abandona su cama y juega con los lebreles. Ya la alondra, y las palomas torcaces, que viajan no se sabe dónde.
Si es por el invierno y en la marisma, puede oír el croar de las ranas y sapos de charcas y humedales. Ver el revoloteo corto de la polluela y la gachona. Cruzar por el celo las diferentes clases de patos, como el real, el cuchareto, y el silbón que emite un silbido hondo y profundo en su vuelo. Ver cómo el zarciruelo y el gallo azul merodean entre los juncos. Admirar las elegantes patas de la cigüeña, y extasiarse ante los movimientos de la garza, ya sea la común, la real, o el espurgabueyes que alivia de parásitos los lomos de las vacas. Se pueden oír aullidos lejanos llenos de presagios. A la vaca que muge buscando su ternero; al ternero que berrea desde un laberinto perdido de zarzas. A los toros reburdeando, barruntando un cambio en el tiempo.
El hombre del campo nunca está solo, está abierto a todo cuanto le rodea, y se llega a meter tan dentro de su campo que se integra totalmente en dicho ambiente, no constituyendo un elemento ajeno a la naturaleza que le rodea, sino todo lo contrario, como un ser totalmente integrado en el entorno campero donde se desenvuelve su vida. Es cuando el hombre se adentra totalmente en ese campo, que a su vez le envuelve. Se llega casi a caer en el panteísmo.
Es en esta hora, cuando en el silencio de una dehesa, de una marisma, de una pampa o de cualquier otra llanura donde conviven hombres, caballos y vacas, cuando resuenan los ecos del poeta:
“Qué puede ofertarle un peón,
que no sean sus pobrezas.
A veces me da tristeza
y otras veces rebelión.
Porque en más de una ocasión
soñé con hacerme perdiz
y tratar de ser feliz
en algún pago lejano.
Pero, la verdad, paisano,
me gusta el aire de aquí…”
(A. Yupanqui)
Texto y Fotos: Luis Ramos Paúl in memoriam