El caballero vive en castillos. Aunque el castillo no es un lugar donde solo se practica el estudio, el habitante del castillo no sabe leer mejor que sus sirvientes. Los intelectuales son considerados débiles y para batirse no necesitan saber leer. En tiempos de paz se dedican a ejercitarse en torneos, justas o expediciones de caza.
En la Edad Media los torneos entre caballeros alcanzan un carácter más guerrero, tal como cita Víctor Hugo en “El Canto del Torneo”.
Los torneos eran un escaparate para lucir aspectos como el genealógico y el heráldico. Contaban con unas legislaciones propias y con pactos casi militares. Pero, por encima de todo, el torneo era un excelente negocio en el que diferentes bandos combatían entre sí. Su celebración se llevaba a cabo para conmemorar algún gran acontecimiento. Cada país tenía sus reglas propias, pero con el paso del tiempo empezaron a aparecer diferentes códigos reglados internacionales.
La actitud del caballero debía ser disciplinada y moderada en todos sus actos, al igual que debía estar siempre pronto a combatir por una causa justa.
Las primeras reglas sobre los torneos datan del siglo IX, ya en el 842 Neithard, sobrino de Carlomagno, relata un torneo acaecido entre él y Luis el Germánico. En 1066 la Crónica de San Martín de Tours hace mención al inventor de los torneos: Goffray de Prenlly, barón de Poitiers.
Fragmento del cuadro de Charles de Steuben de Versalles. Cruzadas
En el glosario de Charles Du Cauge, más antiguo que el anterior, el Tourneamentum ya es descrito como: “Ejercicio militar que se desarrolla sin ningún espíritu de hostilidad”. Los torneos se fueron convirtiendo en brillantes demostraciones, extendiéndose su moda de una manera tal que fue necesaria la creación de un reglamento y unas ordenanzas; estas reglas no fueron codificadas en su totalidad hasta el siglo XV. Después fue decreciendo su organización, pues suponía un fuerte gasto en armamento y muchos caballeros llegaron a arruinarse, con lo que ejercieron de este arte una profesión con la que se ganaban la vida.
El que organizaba el torneo enviaba a sus correos con las invitaciones a los diversos caballeros. En estas constaba la forma en que se celebraría la justa y las diversas condiciones. Los caballeros que aceptaban la invitación debían acreditar su nobleza.
El “campo del torneo o liza” era un recinto cerrado de forma oval. Alrededor se levantaban las tribunas para los jueces y demás invitados. El pueblo era acomodado en graderías. Algo apartadas se levantaban las tiendas, donde los caballeros podían vestirse y armarse. El organizador ocupaba la tribuna presidencial acompañado de su séquito. A la llegada de los diferentes caballeros se exponían sus escudos, colgados en árboles o postes, o en el patio del castillo, para que los participantes les pasaran revista y escogieran el de su adversario.
Justas y torneos fueron las actividades propias de los nobles en tiempos de paz, y al mismo tiempo los mantenían en forma para los tiempos de guerra
Con una gran cabalgata se iniciaba la entrada en el campo del torneo. Esta era encabezada por el anfitrión y su cortejo, le seguían los jueces y después los caballeros combatientes. También les acompañaban trompeteros y pajes que llevaban de las riendas a los diferentes caballos con las ricas gualdrapas en las que figuraban los blasones de sus dueños.
Acabada la cabalgata, cada cual ocupaba su lugar, los caballeros vestían sus arneses de justar y los heraldos hacían públicos los nombres de los contrincantes. Una vez presentados se dirigían a los jueces, que examinaban sus armas y les tomaban el juramento de luchar con nobleza y, una vez partido el campo en dos zonas, “tierra y sol”, les designaban sus puestos.
Los caballeros recogían sus lanzas y pasaban a ocupar su lugar en el campo, donde esperaban su turno. Cuando los heraldos les daban la señal, salían uno en busca del otro. Si la puntería era la correcta, la lanza se rompía contra los hombros o la cabeza del contrincante, si no, pasaban sin tocarse. La lanza tenía que estar en ristre en el lado derecho y debía ser apuntada hacia la izquierda, pasando sobre el cuello del caballo. El caballo debía desplazarse, con su pesada armadura y la de su caballero, con un galope lento en línea recta (sin gracia alguna). El caballero, en su alta silla de borrén trasero, gobernaba al caballo con sus espuelas de acero y unos bocados enormes, sus largos brazos eran verdaderos instrumentos de tortura. Necesarios eran esos arneses, aunque brutales, para poder detener a esos pesados y fuertes caballos cubiertos de hierro.
Batalla entre moros y cristianos, por J. Courtois
Estaba prohibido atacar al caballo del adversario durante el encuentro, siendo los destreros las primeras víctimas. Contaban con seis intentos, en cada uno de ellos cambiaban de lanza y eran puntuados por los jueces. En la guerra, único recreo del caballero, todos tienen el mismo equipo: un caballo de combate, una lanza larga y una espada corta, la “misericordia”. Se protegían cabeza y cuerpo con un yelmo de metal y una cota de mallas, coracina, que iba desde la nuca hasta las rodillas.
La batalla consistía en una serie de cargas sin estrategia alguna, en ellas los caballeros se enfrentan en duelo. El caballero, descabalgado por el golpe de lanza de su contrincante, y torpe a causa de la coracina, estaba en manos del vencedor, que lo remataba con la “misericordia”, o lo mantenía prisionero para reclamar un rescate. El vencedor era el que había roto un mayor número de lanzas. También se disputaban luchas a pie, y el acto finalizaba con un encuentro de todos a caballo. Un combate de caballería, que lanzaba una contra otra a dos masas de guerreros montados, cargando al galope.
Los premios eran varios; los que competían por el honor de una dama o por un blasón, se sentían recompensados con un premio simbólico, una prenda de la dama, un anillo, un beso o una guirnalda de flores; los que luchaban profesionalmente lo hacían por dinero, el vencido debía pagar rescate por su caballo y su armadura. Con esto, los torneos se convirtieron en vulgares luchas. El torneo terminaba con un copioso banquete.
El objetivo de estas celebraciones servía para mantener en forma a los asistentes en los periodos de paz, aunque los libros de caballería le daban un carácter legendario, como los que se celebraban en la corte del rey Arturo y sus famosos caballeros, siempre a punto de competir por el amor de su dama.
A partir del siglo XII, juglares y trovadores los introdujeron en sus cantos y narraciones y se recuperaron muchas de las antiguas leyendas clásicas, adaptándolas así a la época medieval. Con ello se consiguió crear una literatura caballeresca propia del tiempo. Cabe destacar como ejemplo la “Chanson des Saines”, que recogía leyendas carolingias y artúricas.
La ficción y la realidad histórica se unieron y enseñaron una caballería que heredaba toda la anterior época histórica. Los “heraldos” se encargaban de identificar las señales de los diferentes caballeros y verificaban su origen. El “rey de armas” era el heraldo más importante. La heráldica dio paso a la nobleza hereditaria, que a veces evitaba el carísimo acto de armarse caballero. Con su evolución, el torneo fue relegando el entreno militar y se convirtió en un deporte con riesgo.
El Cid alanceando un toro. Fragmento de una lámina de Miranda. El alanceamiento fue una nueva modalidad de distracción y riesgo, alternativa de justas y torneos en España. Se dice que el Cid fue el primero en alancear un toro
Aunque la guerra era idea original de la caballería, el honor y las posibilidades de conseguir botín eran las que movían a los caballeros a correr los riesgos de las justas. El caballero debía soportar grandes gastos, así estas campañas les servían para enriquecer sus arcas y ganar, además, honores y prestigio. Esto llevó a la progresiva decadencia del ideal caballeresco y muchas veces la caballería era sinónimo de pillaje. La introducción de la pólvora, el uso cada vez mayor de los arqueros y de la infantería, acabó causando la muerte de la caballería medieval.
Los reyes empezaron a crear ejércitos profesionales en los que el noble caballero le servía a cambio de un sueldo.
Las Órdenes de Caballería
Surgen en los primeros decenios del siglo XII, unidas a las necesidades de los territorios conquistados por los cruzados, curiosas por su doble finalidad religiosa y guerrera.
El establecimiento de las Órdenes Militares o de Caballería fue la consecuencia normal y lógica del patrocinio eclesiástico sobre la caballería. Estas órdenes, desde el último tercio del siglo XI, agruparon a los caballeros que, haciendo voto de castidad y obligándose a vivir bajo los preceptos de la regla derivada de la orden monástica del Císter o de la orden canónica de San Agustín, ingresaban en estas asociaciones religiosas para combatir a los infieles y proteger a los creyentes, peregrinos y mercaderes.
Las grandes Órdenes Militares surgidas en Oriente eran: la de los Hospitalarios, o de San Juan de Jerusalén, Templarios, o caballeros del Temple y la Orden Teutónica, o de los Caballeros Teutónicos. Similares a estas órdenes, surgieron en España las de Calatrava (fundada en 1164), la de Alcántara (1175), la de los «Freires de Cáceres» (1170), llamada muy pronto de Santiago (1171) por asumir la defensa de los peregrinos que acudían a visitar el sepulcro del apóstol Santiago en Compostela, y otras en los siglos posteriores. Estas órdenes occidentales, regidas por grandes maestres, como las que se habían originado en Oriente, dieron en el siglo XII un notable impulso a la reconquista hispana, sembrando la frontera con el Islam de castillos, fortalezas y templos, y fomentando y protegiendo la repoblación de los territorios ocupados.
Foto de inicio: La Plaza Mayor, antigua Plaza del Arrabal de Madrid. Era el escenario de los primeros alanceamientos y las primeras corridas de toros.
Texto y Fotos: Julia García Rafols – Experta en Historia del caballo