En una palabra, era frecuente tener cinco o seis hombres a caballo, y entre ellos existía una jerarquía natural que se iba renovando con sus hijos cuando faltaba uno. Así, por ejemplo, el Mayoral o Conocedor que era el jefe, tenía de ayudante a su hijo al que le iba enseñando poco a poco, no solamente el buen hacer en las faenas, sino también inculcándole el sentido de la bravura del toro, la característica de la ganadería, el tipo morfológico de las reses de la Casa, para que cuando él faltase, su hijo ocupara su cargo.
El ganadero tenía plena confianza en su Conocedor, siempre tenían los mismos criterios de selección y en las faenas de tienta o a la hora de escoger un semental y de aprobar los erales, se intercambiaban sus ideas y pareceres. La libreta del Conocedor tenía las mismas notas que la del ganadero, y juntos echaban horas y horas a caballo repasando vacas y escogiendo los lotes que debían cubrir tal o cual semental, emparejando los seis toros de una corrida y clasificando estas según la categoría de la plaza a donde iban destinadas. Era una labor y un trabajo de conjunto imprescindible en cualquier ganadería, existiendo entre ambos una mutua confianza, un gran respeto en sus criterios y una entrañable amistad.
El resto de los vaqueros era comandado por el Conocedor, y este decidía, el encargado del pienso de los toros de salida, el que tenía que domar los cabestros, el asistir al grupo de vacas viejas que en un cerrado aparte tenían un trato especial, con el objetivo de sacar adelante sus terneros.
Cuando había faenas de tienta, el Conocedor distribuía al personal, a los que tenían que estar en el rodeo y los que se quedaban con parte de la parada de cabestros por si un becerro se embrocaba en su acoso, acudir presto a arroparlo entre ellos para que los garrochistas pudieran soltarle en el sitio indicado por el ganadero.
El Conocedor decidía quién era el vaquero que iba a tentar y que este tuviera a punto tanto su caballo de tienta como el perfecto estado del peto, el repuyo bien enguitado y ajustado el regatón y con más o menos puya según las reses que se iban a tentar. El Tentador tenía que saber atronar las orejas del caballo, limar las aristas de las puyas, redondeándolas a fin de que no hirieran mucho.
El Conocedor decidía los vaqueros que tenían que “guardar luna”, y hacer vigilia todas las noches de luna llena cuando los desaprensivos “aficionados” saltaban las cercas, y que no conseguían más que provocar una estampida de las vacas, y a la vieja y más atrasada le daban cuatro mantazos. Estos “aficionados” nunca entraban en el cerrado de los toros, ellos preferían las vacas y mientras más viejas y flacas, mejor. Esa leyenda del torerillo que por atravesar un arroyo se desnudaba y desnudo toreaba un toro en una noche de luna llena, no es más que eso, leyenda falsa para las novelas y películas. Estos “aficionados” no hacían más que daño, provocando estampidas en las piaras de vacas que huían despavoridas arrasando vallas y cercas que luego tenían que arreglar los vaqueros al día siguiente. Ningún “aficionado” que ha hecho lunas ha llegado a ser, no digo figura del toreo, sino ni siquiera novillero.
Entre las faenas más bonitas que se hacían en una ganadería estaba la de desahijar la víspera del herradero. Solía hacerse en la mangada, por donde se acostumbraba a encerrar el ganado en los corrales. Con la cancela de viento de la mangada hacia el campo, se postraba un vaquero semiescondido con una cuerda que iba atada a la cancela, que estaba abierta, para que cuando no se conseguía separar a la cría de su madre y ante una posible escapada, el vaquero tiraba de la cuerda y cerraba la cancela.
La faena empezaba encerrando a todas las vacas paridas en la mangada. Una vez dentro se situaban en un rincón de la misma y entre las vacas y la cancela de viento se alineaban los vaqueros.
En el principio las vacas que primero salían eran las más viejas, que estaban deseando soltar la cría. Por el contrario, las novillas y primerizas eran muy remisas a dejar su ternero, que se le pegaba a sus costillas y que había que espantarlas. Una vez separada se le daba una carrera hacia la cancela para echarla al campo. Pero algunas se embroncaban antes de llegar a la cancela e incluso se volvían a juntar con su cría. Las últimas eran las más obstinadas y en muchas ocasiones acababan arrancándose a los jinetes. Era cuando se veía la habilidad de un caballo y la destreza de su jinete, que con las riendas en banda revolvía sobre las piernas a su caballo una y otra vez tanto a un lado como hacia el otro. Arreando y parando, esquivando las arrancadas de la vaca dándole vueltas hasta conseguir llevarla a la cancela, la mayoría de las veces tirando de ella hacia el campo libre. Había ocasiones, siempre al final, en que tres o cuatro vacas se arrancaban a la misma vez ocasionando situaciones comprometidas, porque lo mismo te encontrabas una por detrás que se te venía, otra por delante, por un lado u otro.
Esta faena era la más divertida que, en mi opinión, se hacía en una ganadería. Era un barullo de caballos corriendo, revolviéndose en un palmo de terreno, y entrechocándose unos con otros.
Había que tener sumo cuidado para con la garrocha no estorbar a otro jinete que se te cruzaba por delante. Aparte de todo esto, un griterío de voces, de “abre” o “cierra” que hacía que el chaval encargado con la cuerda de la cancela, acabara medio loco. Desahijando, se ponían los caballos estupendos.
Muy ligeros en la mano, muy reunidos, prestos a salir rápidos en un galope abierto desde la parada en cuestión de un segundo. Revueltos sobre las piernas hacia un lado u otro. Parando, en cuestión de medio metro. Ejercicios dificilísimos que hoy día se tarda bastante en un picadero y que allí lo aprendían a hacerlo en una sola faena.
Había caballos que con las riendas sueltas giraban a un lado u otro según se veía venir la vaca. El jinete solo tenía que mantenerse sobre su silla acompañando con el peso de su cuerpo los giros del caballo y no estorbándole en su equilibrio natural. Cuando ya los terneros estaban separados de sus madres se procedía a encerrarlos en los corrales siempre precedidos y arropados por los cabestros.
Una vez finalizada la faena, los vaqueros marchaban al cortijo. Era entonces el momento de las bromas y las chanzas. Era entonces el momento en que mejor andaban al paso los caballos.
Ya por la noche, en el silencio de la dehesa, no hay nada más entrañable y que al mismo tiempo te haga sentir congoja, que el berrear ronco de las vacas llamando a sus crías, y la respuesta inmediata de los terneros con sus berreos agudos y tiernos llamando a sus madres. Es un sentir un tanto especial, que te estremece, hasta que rendido por el fatigoso día, coges el sueño.
Texto y Fotos: Luis Ramos Paúl in memoriam