Un vaquero se encarga de encender una gran candela de boñigas, que arden muy bien sin hacer llamas pero guardando mucho calor. Se colocan los hierros de la numeración ordenadamente a lo largo de la candela y en la cabecera el hierro de la Casa, la marca. Mientras tanto, y hasta que los hierros están calientes se hacen charlas alrededor de la candela, manera de calentarse del frío mañanero. Luego, se van sacando de uno en uno los terneros enlazados por una pata a fin de evitar carreras y darles vueltas, ya que pueden aprender en la embestida.
Al toro bravo no se le pueden hacer las cosas más que una vez porque aprenden a recortar el viaje de su embestida. El toro bravo es muy listo, por eso solo admite que se le toree una sola vez, como asimismo que se le acose cuando se tienta en campo abierto también una sola vez.
Una vez cogido, hay un vaquero encargado de embarbarlo, cogiendo con la mano su boca y con la mano contraria en el testuz, sobre sus incipientes cuernos, para doblarle el cuello, desequilibrarlo y con la ayuda del que sostiene la cola, que tira hacia el lado contrario que se quiere tumbar, echarlo al suelo.
Los machos se hierran a la derecha, las hembras a la izquierda. Estando todavía en el suelo se le sellan las orejas con la señal propia de la ganadería. Suelen sangrar bastante y lo normal era echarle arena en las orejas a fin de cortar la hemorragia.
Una vez herrado y señalado se le quita el lazo de las patas y poniéndolo de pie se lleva cuidadosamente al otro corral. Así una y otra vez hasta que se hierra la camada entera.
A mediodía había que reponer fuerzas, y lo clásico era una caldereta de cordero o de pavo, hecha en una caldera de hierro colgada de su trípode de hierro. Al caldo se le echaban tarugos de pan asentado de varios días, poco antes de servirlo. Se sacaba en grandes lebrillos de barro. Se formaban corros alrededor de cada lebrillo y ¡ya se sabe!, cucharada y paso atrás. Y aquel que no retranqueaba se le formaba la bronca. Al quedar vacíos los lebrillos se llenaban con la carne, que se comía con la cuchara y la navaja. Todo un rito. Mientras tanto, los caballos, que no se le quitaba la cabezada del bocado, permanecían amarrados a las ramas de un olivo o una morera. Se les aflojaba la cincha y se le soltaba la barbada, y había que tener cuidado de que no se restregaran por el tronco del árbol que se podía estropear la montura.
La reseña
Una vez terminado el almuerzo, se cogían los caballos de nuevo, y entonces venía otra escena preciosa que se producía cuando se les daba suelta a los terneros para que se juntasen con sus madres.
Corrían veloces por la mangada, berreando y buscando cada ternero a su madre y esta a su cría. Algunas vacas, se daba el caso, de que al principio no conocían a su ternero, desfigurado por la señal de las orejas y el pelo de su lomo quemado. Pero esto era un momento fugaz, ya que por el olfato los reconocían enseguida.
Los terneros estaban hambrientos después de veinticuatro horas sin probar bocado. Las vacas con las ubres bien repletas, deseosas de darles de comer para quedarse más cómodas. Entonces el ganadero y el conocedor, ya sin garrochas, sino cada uno libreta en mano procedían a reseñar, anotando el nuevo número del ternero que pertenecía a la vaca número tal. Se les dejaba toda la noche con sus madres, y a la mañana siguiente se volvía a desahijar o destetar. Dejándolos encerrados en un corral grande varios días, y llevándose las vacas a otra punta de la dehesa para que poco a poco fueran perdiendo la querencia a sus crías. A partir de este momento, el ternero pasaba a ser añojo.
Texto y Fotos: Luis Ramos Paúl in memoriam