Nobleza, rapidez, resistencia y sumisión, era lo más valorado de aquellos équidos
No existe hasta la fecha ningún trabajo en el que se estudie la importancia del caballo en el mundo del bandolerismo de los siglos XIX y XX. Se pretende con estas líneas hacer una primera aproximación al tema, desde las limitaciones propias que impone e! precario conocimiento de este hermoso animal, si bien, habría que aprovechar la oportunidad para mostrar la gratitud que la humanidad le debe, por tanto esfuerzo y generosidad, prestados en la ya larga historia compartida por aquellos bandoleros, Vivillo, Tempranillo, Pernales y sus caballo
Los caballos de bandoleros
En una sociedad como la de hoy, calificada como la era de la información y de la comunicación, es difícil imaginar los escasos, o mejor nulos, medios tecnológicos usados hace doscientos años en la persecución de los malhechores. Más bien se trató de una lucha pareja, de igual a igual, con las mismas armas, en la que el caballo desempeñó un papel fundamental, clave, vital (en el sentido estricto de la palabra, porque la vida del bandolero dependía del animal que montaba). Sin embargo, la balanza se desequilibró a favor de la justicia cuando se consolidó a mediados del XIX la creación de la Guardia Civil y, sobre todo, con la aparición del telégrafo, décadas más tarde. Fue entonces cuando las comunicaciones se hicieron más rápidas que el galope de los corceles y el cerco a los bandidos se estrechó.
La mayoría de los bandoleros hicieron escuela en el contrabando. En esa actividad era necesario un perfecto conocimiento del terreno y de los animales que transportaban la mercancía ilícita. El contrabandista montaba a caballo y, en reatas de mulas, transportan los fardos de tabaco y las finas telas que tanto demandaban las clases pudientes de la sociedad. En una situación comprometida, en un encuentro con los carabineros, con las partidas de resguardo, o con la Guardia Civil, era preferible clavar espuelas y abandonar la carga antes que perder la libertad o la vida.
“Vivillo” y su caballo
“Vivillo” uno de los últimos bandoleros, tuvo que vender —según cuenta él mismo en sus memorias- la mayor parte de su heredad para comprar el caballo soñado que le permitiera iniciarse en la atractiva y arriesgada vida del contrabandista.
“Necesitaba un cabal lo—escribe el bandolero- de largas crines y rizada cola, de finos remos y de andar ondulante, de patas firmes y pecho de acero (…) Varios días anduve por aquellos pueblos buscando un caballo de mi gusto. Ninguno encontré que me satisficiera por completo. En mi memoria saltaban en tropel todos los jacos que figuraban en las historias de contrabandistas que había oído contar en las tabernas. Los caballos habían salvado las vidas de sus amos, en más de una ocasión de caer en manos de los carabineros. Los caballos habían sido a veces causa de ruina y de inmensa desgracia. Un día vi un caballo muy de mi gusto. Era un a1azán firme y airoso, con la edad en la boca. Apenas si tenía los cinco años (…) Los días siguientes a la compra del caballo, sólo empleaba el tiempo en cuidarlo. Horas enteras pasaba en la cuadra, observándole y mirándole. De cuando en cuando le ponía el aparejo y lo llevaba al campo, cargándole alguna vez con aceitunas o frutas. Pero yo no había comprado el caballo para eso. Mis sueños de oro tenían que realizarse.
La iconografía del bandolero en los grabados de la época. Hombre rudo y fornido vestido a la usanza, generalmente con pañuelo que le recogía los cabellos, tocado con sombrero, chaquetilla corta, amplia faja, taleguilla o pantalón ceñido y calzado con altas botas camperas que le llegaban hasta la rodilla o polainas. Su atributo más característico es el fusil o trabuco
La Distorsión del Romanticismo
Son pocos los documentos que describen aquellos animales con los que contaron los bandoleros. A veces la literatura y el arte fijaron su atención en ellos y de esa forma podemos al menos vislumbrar su imagen, aunque en algunas circunstancias, distorsionada por el romanticismo. Es el caso de las descripciones de los viajeros franceses Jean Charles Davillier y Gustav Doré, coautores de Viaje por España, una perfecta simbiosis entre la literatura y el grabado:
“El verdadero bandolero hacía casi todas sus expediciones a caballo. Tenía por cabalgadura un vigoroso potro andaluz de larga crin negra, adornada con aparejos de seda y cuya cola estaba rodeada con esa especie de cinta que llamaban atacola. Una manta de mil rayas chillona pendulaba sus innumerables pompones de seda a ambos lados. No hay que decir que el inevitable trabuco malagueño, abocardado, colgando con la culata hacia arriba del gancho de una silla árabe, completaba el armamento del bandolero”
Pocos créditos merecen las palabras de Prosper Mérimée, el célebre autor de la novela Carmen, cuando afirmaba que José María «El Tempranillo», el más famoso de los bandoleros, montaba un caballo bayo. En cambio, son muy acertados los comentarios de Richard Ford, un hispanófilo viajero inglés, que invitó a José María a visitar su casa de Sevilla en 1. 833, una vez que el bandolero ya había sido indultado por el rey Fernando VII. En el Palacio de Monsalves, residencia de los Ford, coincidió José María con otro ilustre inglés, el pintor John Frederick Lewis. Gracias a él conocemos la imagen física del bandolero cordobés y la de su caballo.
Retrato ecuestre de José María “El Tempranillo”, por Jhon Frederick Lewis. Sevilla, 1833
Lewis dibuja a José María montando a un caballo castaño de aspecto famélico, crin negra y de pequeña alzada. La silla está cubierta por una piel, quizá de macho cabrío. Los adornos de la cara del animal dejan ver una mirada noble, y la ligera inclinación de la cabeza indica la sumisión a su jinete. Ante su vista, el espectador se desilusiona al no ver u n poderoso corcel.
“Según el teniente D. José Pérez Leiva, acreditado experto en caballos del II Depósito de Sementales de Jerez de la Frontera a quien agradezco su información” me dijo: el animal que monta José María era de raza Hispano árabe, caracterizada ésta por generar caballos de una extraordinaria rapidez y fortaleza. Su capa es castaña y sus crines proporcionadas para un animal producto de un cruce de sus características. La cabeza, el cuello, las orejas y los remos están también en armonía con el conjunto. La cola está recogida con un típico nudo campero que le evita suciedades. El jinete conduce al caballo mediante un amplio bocado vaquero que le transmite mucho mando. Va también equipado de mosquero y de ronzal, con la finalidad de, llegados a un determinado lugar, poder quitarle la cabezada entera y que el animal pueda descansar”
La montura no se ve, al estar cubierta por una zalea, por lo que se ignora la clase de silla que montaba el bandolero. Sí queda patente que el jinete calza espuela de estrella y estribo inglés.
¡Qué desilusión! El caballo de José María -ignorado hasta en su nombre – no satisface las expectativas de aquellos que esperaban deleitarse con un magnifico potro andaluz.
Grabado de una de las novelas de Manuel Fernández y González sobre José María
La visita de Pernales
También se llevó una gran decepción el escritor Manuel Halcón (1900-1989), en ese caso con el caballo de Pernales. En su libro Recuerdos de Fernando Villalón (obra muy recomendable), relata cómo de niño conoció al célebre bandolero cuando éste se presentó en el cortijo de La Rana, en el término de Morón de la Frontera. La curiosidad del zagal por conocer el idealizado animal fue complacida por el de Estepa. Así lo recuerda: “Pernales, cogiéndome de la mano, me llevó hacia la cuadra para que viese su caballo. Nueva decepción. Por ninguna parte veía al caballo soñado que tantas veces intenté dibujar con tinta china en mi álbum de aventuras. Las únicas grupas relucientes eran las del tronco del coche, el caballo de Martín, la yegua del guarda. Después venía la larga pesebrera de los mulos, y allá al fondo, separados de éstos por una lanza, un rucio arrinconado, con la montura puesta, descubierto de ancas, sucio de barro, con el pelo hirsuto, descansando sobre los corvejones, con la cabeza dentro del pesebre. Reconocí en él al único animal extraño de la cuadra. Pero ¿podía ser aquel el célebre caballo de Pernales? Era.
Acercóse a él hablándole, le acarició la culata y la tabla del cuello, removió el pesebre y examinó el pienso que comía. Luego me cogió en volandas y me subió a la montura. Pregunté ¿Por qué está tan flaco? porque muchos días no como, contestó el dueño. ¿y éste es tu caballo el bueno? añadí. Este es el mejor caballo de la tierra, contestó Pernales mirándole por todas partes y aflojándole un poco la cincha. Después, con sus mismos pies, extendió un poco de paja por el suelo, haciéndole la cama. Me tomó de nuevo en brazos y volvimos a la gañanía. Más tarde comprendí que aquel deseo de Pernales de no separarme de su cuerpo era una medida más de precaución para evitar que alguien disparase sobre él por temor a herirme”.
En conclusión, la imagen idealizada de un magnífico caballo andaluz que nos legaron algunos de los viajeros románticos nada tiene que ver con la realidad. Los bandoleros no elegían a sus caballos por su estampa, muy al contrario, sabían que de ellos podría depender su vida en un momento determinado y por ello valoraban mucho más en el animal la nobleza, la rapidez, la resistencia, la valentía y la sumisión sin reservas a su jinete.
Imagen de Inicio: La figura del bandolero a caballo, una de las más típicas en esta temática. Francisco Rabal interpretando a José Mª el Tempranillo en un fotograma de la película Llanto por un bandido (1963), de Carlos Saura.
Texto y Fotos: Revista Galope