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Lucy Rees en Mongolia muestra mejores formas de doma que la brutalidad

Reflexiones sobre el miedo en los caballos y los efectos de las experiencias que les aterrorizan

Vengo de un mes en este país siberiano que tanto me encanta, vagando desde la frontera semidesértica con Mongolia hasta las sierras de Altái asesorando y siendo testigo de la reacción de los nómadas ante mi aproximación a la doma. El año pasado esta manera impresionó tanto a nuestra traductora Anai Haak, que organizó visitas a varios acampamientos para ver si podía convencerles de que hay mejores formas de domar que su brutalidad habitual

Los Tuvanos tienen un respeto profundo por la naturaleza. Cada ser vivo, e incluso ciertas piedras, montes y collados, el agua y el fuego, tiene su espíritu y tenemos que vivir en armonía con ellos, dándoles las gracias por su contribución a nuestra supervivencia. Pero esta actitud, tan presente en sus yurts limpios y humildes y el trato personal, no se ve en el manejo de los caballos a pesar del amor y la reverencia que expresan en sus cantos e historias.

El puro Tuvano (centro), más grande que el caballo mongol, es rústico, fuerte de dorso y resistente pero no tan rápido en las carreras como los cruzados con Orlov o Budenny que forman el resto de la manada.

 

Su ganado vive en grandes manadas que vagan libres en las estepas sin cercados: en caso del caballo, por norma un semental, unas 20 yeguas y sus crías y una decena de capados. En algunos sitios o estaciones se les encierra durante la noche contra el lobo, el oso y el ladrón. Pues el potro crece cerril, sin tocar. Al año, se le echa un lazo (una tarea complicada, con toda la manada de estampida dentro del corral) y, con cinco personas tirando de la cuerda, se le ahoga hasta tumbarle y marcarle con hierro caliente. Unos meses después, se hace lo mismo para castrarle. Y a los dos años, cuando ya han aprendido que el hombre es un depredador, viene el equipo de “doma”, para sujetarle sofocándole mientras se le mete una cabezada y una montura muy bien cinchada; se le tumba y le monta un niño mayor. Salen a la estepa pegándole para mantenerle a buen galope y acompañado por otros a caballos o moto durante cinco o seis horas. Se repite este proceso durante tres días y entonces se considera que el potro está domado.

Algunos potros se rinden, muertos de alma, y permiten a los niños usarlos para recoger el ganado; otros permanecen tan aterrorizados que solo un hombre particular puede arrimarse y montar aunque con mucha cautela, nunca pasándole por detrás o por el lado derecho; y otros, bueno, se los come.

Es una doma idéntica a lo que he visto en muchas partes de las Américas donde lo he asociado con las desigualdades sociales que permiten la desvalorización brutal del hombre sin recursos o cultura, que entonces mantiene su autoestima por exhibir su poder sobre su caballo, su mujer y sus niños. Pero esto no es el caso en Tuvá. Los nómadas viven en familias independientes y harmoniosas. Son de buen humor y respetan a las mujeres y niños como a la naturaleza. Tienen una historia de 5.000 años con el caballo desde el inicio de su domesticación, cuando los guerreros Escitas enterraron sus caballos con honor, decorándoles según su excelencia. El caballo de guerra tiene que ser un compañero fiable y controlable, lo que no es hoy día: va invertido, incómodo, desconfiado o resignado, apenas controlado por las ayudas brutas.

Forma bruta de adiestrar.

 

En cambio los demás animales sagrados, que son siete, incluido el caballo (la vaca, oveja, cabra, yak, camello y reno) son bien mansos: se ordeña la vaca en campo abierto sin restricción, los renos vienen a lamerte con leguas suavísimas, las ovejas se tumban sin protesta para que los niños las esquilen. Se les trata con familiaridad, ya que todos están ordeñados y el ordeñar implica el manejo y la restricción de las crías desde su nacimiento. Me dijeron que los mongoles tienen mejor relación con sus caballos (aunque se los monta con la misma rudeza) y todavía se ordeñan a las yeguas.

En Tuvá se ha perdido esta tradición. El régimen soviético impuso las granjas colectivas donde la gente trabajó como empleados, pero con su colapso en 1.989 que abrió un periodo de caos. No había sueldos ni comida. Se vendía el ganado a cualquier precio. Ahora el gobierno subvenciona la vida nómada y la recría de las manadas desaparecidas, pero la costumbre de ordeñar a la yegua y amansar a su potrito ha desaparecido, remplazado por el conflicto brutal.

Los viejos nos hablaron de sus abuelos con buena mano como si fuera leyenda, asombrándose al ver que no era leyenda: incluso un potro aterrorizado por su trato previo, se puede amansar si se hace sin forzar, consiguiendo su cooperación. Tengo que separar a uno de la manada, a menudo por una cuerda sujeta por una línea de personas, y acostumbrarle a estar en este espacio conmigo sin esperar un ataque mortal, para caminar despacito y sin referencia a él. Para cambiar sus expectativas de negativas a positivas, hay que pasar por neutro. Cuando se para calmado, me acerco en paralelo, no de frente, calculando hasta donde puedo arrimarme sin provocar su huida. A veces calculo mal y sale corriendo, lo que no bloqueo, pero vuelve al mismo sitio y me acerco estilo cangrejo de nuevo. Poco a poco me permite estar más cerca sabiendo que puede escapar si quiere.

Lo que temen estos potros es la vista de la mano extendida hacia ellos, pues tengo que estar dentro de su espacio vital antes de intentar tocarle. Empiezo por mover suavemente una mecha de la crin, pues el miedo hace que su piel sea súper sensible. Cuando ve que no se muere por esto, le toco brevemente, repitiendo hasta que pueda poner mi mano plana sobre la última parte de la crin y empezar a acariciarle con movimientos largos y lentos por todo su dorso. El potro relaja la boca y normalmente gira la cabeza para olerme. El truco es usar la mano de esta manera, no frotándole o rascándole sino acariciándole con ternura cariñosa.

A veces esto requiere mucha paciencia, pues los potros ya saben que el humano es peligroso como el oso, casi se han muerto varias veces de su mano. Lo que impresiona tanto a los espectadores, en cada campamento, es ver que después de 10 minutos de acariciarle así, e incluso las piernas (lo que no se atreve con el caballo domado), el potro me deja ponerle cuerdas en todos lados y enseñarle a ramalear. Al día siguiente, puedo guiarle– ¡y pararle! – con riendas largas y ensillarle. Querían intentar ellos mismos, maravillándose por la sensación de seguridad transmitida por el potro y la rapidez de su aprendizaje. Esta gente está acostumbrada a los caballos explosivos, saben exactamente cuándo, dónde y cómo moverse y tienen ojo para los detalles, pues hacían perfectamente y con gran placer lo que les había mostrado. Aunque por falta de tiempo (tenía por norma tres días en cada sitio) no llegué a montar algunos, podían ver por dónde iba el camino. Y a veces el éxito fue espectacular, cómo un semental que habían juzgado como indomable, fue montado por un niño de ocho años en su tercera sesión.

El niño a gusto encima del semental “indomable”.

 

Quieren que vuelva a enseñarles más, lo que me encantaría. Mi reto ahora es proponerles un sistema fácil de aplicar con las instalaciones normales, o sea, un corral, nada más. Lo mejor sería tener otro corral pequeño lindante y allí separar los potros al destete natural hecho por sus madres, dejando la manada en el corral grande. Los niños, que adoran este trabajo, pueden amansar los potros usando la comida o la sal para enseñarles a venir. Un potro ya manso, no se traumatiza por marcarle con hierro caliente, e incluso perdona la castración, el error es hacer estas operaciones con un potro cerril como su primera experiencia de contacto humano.

Otra técnica fácil para ellos es la de llevar el potro ensillado, y luego montado, del ramal desde otro caballo para enseñarle a parar y girar en la estepa donde el espacio tiende a provocar una galopada imparable.

Sus hijos descubriendo una nueva relación con los caballos.

 

Esta aventura tuvana, riquísima por las memorias de los espacios enormes de belleza no arruinada por el hombre, del humor y la cordialidad de los nómadas y el encanto de sus niños, me despierta muchas reflexiones sobre el miedo en los caballos y los efectos de las experiencias que les aterrorizan; sobre la capacidad equina de recuperarse por reaprender y las condiciones que hacen esto posible o no; sobre el trauma y el estrés postraumático relacionado con su carácter y su experiencia previa, etc. En fin, sobre una variedad de temas que se entrelazan aunque todavía no los tengo aclarados, pues tienen que esperar para otro artículo.

Imagen de inicio: Artur disfrutando el contacto cariñoso.

Texto y Fotos: Lucy Rees. Etóloga. Lucyrees5@gmail.com

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